jueves, 24 de enero de 2008

La doble muerte de Thor

Una conocida tiene un perro que se llama Thor y me consulta porque el animal no para de ladrar, molesta a los vecinos sobre todo cuando ella no está en casa, le ha llevado al veterinario pero no hay manera de que el perro pare de ladrar y está pensando en sacrificarle, además su comportamiento en su ausencia es intolerable, rompe muebles, destroza las cortinas y ha comenzado a orinar y defecar en todo el piso, un perro que solo unos meses atrás era limpio y alegre. Thor comienza a resultar insoportable, sólo parece calmarse tras la reunión con su ama que asiste día a día a nuevas quejas del vecindario por el comportamiento de Thor. El veterinario le ha recetado un antidepresivo (amitriptilina) porque según él está “deprimido”.

Me ha hecho mucha gracia la antropomorfización de las emociones de Thor, pero quizá el veterinario no esté del todo desencaminado.

Entonces se me ha ocurrido preguntar a mi conocida por qué se llama Thor, y ella me ha dicho que Thor era el nombre de otro perro que tuvo, que era maravilloso, listo, cariñoso, etc (...). Y entonces he pensado lo difícil que lo tenia el Thor actual para conseguir ser amado por si mismo, porque en realidad estaba cumpliendo una función de reemplazo del otro Thor, del bueno. De manera que este Thor no tiene mas remedio que morirse o ponerse malito cuando está solo porque no hay nadie que cumpla con esa función de mantenerle la "confianza basica". Lo que ha hecho Thor es presentar un problema del comportamiento que pone a su ama contra las cuerdas: o le ama por si mismo o le mata.

Y entonces he pensado en que a nosotros las personas humanas nos pasa un poco lo mismo, sobre todo en tema de amoríos, que es muy difícil que nos amen por nosotros mismos porque siempre hay un Thor anterior con el que se nos compara y mucho más a medida que la biografía de nuestros objetos amorosos se ensancha y con ella se agranda la fisura entre lo que somos y lo que representamos en el deseo de los demás. Será por eso que los hombres buscamos siempre mujeres sin historia donde en la comparación siempre salimos triunfantes, pues es difícil que una mujer sin historia tenga un Thor significativo en su memoria pues una mujer sin desflorar psicológicamente no tiene pasado. Será por eso que Thor –perfectamente adaptado al deseo humano- no se conforme con menos, y ese menos es igual al derecho a no ser comparado con nadie. Hoy mientras me contaba la historia de Thor me he dado cuenta de que lo menos que puede pedirse a la vida es ser único, irreemplazable, singular con independencia de ser querido más o menos que eso es harina de otro costal.

Lo menos es pedir estar vivo en el deseo de otro.

Thor ya está muerto.


sábado, 19 de enero de 2008

La Yoidad

A pesar de que todo Yo y toda identidad son metafísicamente y materialmente ilusorios, todo ser humano se afana durante prácticamente toda su niñez en alcanzar una identidad propia, desgajada del común, apoyándose en las figuras de identificación que le sean de referencia, tarea que no completará definitivamente hasta bien entrada la adolescencia.

Es asi hasta tal punto que para el psicoanalista E. H. Erickson la identidad es la condición del sentirse vivo.

La paradoja de esta actividad, en esta formulación, consiste en haber anunciado desde el principio que toda identidad y todo Yo son ilusorios y al mismo tiempo haber reconocido también, que en esta tarea se consumen enormes cantidades de energías, dedicación y tiempo, el mismo Erickson habla de las patologías que aparecen en el caso de que un adolescente no haya adqurido una identidad desgajada del común, en este sentido la difusión de la identidad seria el constructo contrario y antisaludable de haber conseguido creer-se alguien, aunque esa creencia no sea más que –en otro punto de vista- una falacia.. Esta contradicción, sin embargo, no debe extrañarnos. El hombre, arquitecto poyético con una capacidad infinita de generación de símbolos, es capaz de sacrificarse por ideas, morir por creencias, pasarse la vida luchando en pos de ideales y en un nivel más patético también pelearse por una palabra de más. No es, pues, extraño que dedique una enorme energía a la tarea de agenciarse una identidad especifica para sí mismo, a partir o en contra de las expectativas de los demás, pero en cualquier caso a partir de esa referencia que le sirve de mirada, de rastro consensuado y que generalmente atribuimos a la familia, a la parentela o a los más próximos.

La identidad o el Yo, son en realidad abstracciones, ideas, constructos que no podemos ver, ni tocar, oler y ni siquiera sentir, a pesar de ser algo inmaterial que no existe tangible o fácticamente, se trata de constructos de certeza, todos creemos tener un Yo, y todos les atribuimos a los demás una misma existencia (teoria de la mente), no existe una idea tan intuitiva como el “saber” que yo existo y que al mismo tiempo usted existe y tiene un Yo parecido al mío dotado a su vez de otra subjetividad. Sin embargo esta creencia es tan metafísica como la consciencia universal o la creencia en Dios, la mayor parte de personas que conozco darían una respuesta bastante aproximada a lo que los neurocientíficos entendemos como Yo, existe pues, un consenso intuitivo sobre su función:

  • El Yo es mi cuerpo.
  • El Yo es mi personalidad, mi carácter, mi subjetividad, lo que me hace diferente a los otros.
  • El Yo es mi historia, mi vivencia de continuidad.

Aunque en nivel mucho más práctico el Yo equivale al cuerpo, sobre todo al cuerpo que exhibimos a los demás, cara y - por decirlo médicamente- las partes descubiertas.

La razón más comprensible de esta manía identificatoria es que de nuestro Yo cuelgan una serie de conceptos que son fenoménicos y aunque no tienen nada que ver con la esencia de ese Yo, tienen mucho que ver con su existencia, con "nuestra forma de estar en el mundo" y sobre todo de "ser reconocidos en él", aspectos que tienden a ser asimilados por el discurso vulgar como si fueran órganos u objetos, me estoy refiriendo a la autoimagen, es decir a la vivencia interna de cómo somos fisicamente. El Yo en este sentido sería como un quinto sentido que reside en alguna parte del cerebro en forma de representación. Una seña de identidad como el color de los ojos o la forma de la nariz.

Para algunas personas esta identidad se halla fundida con su apariencia, es decir con lo que los demás piensan de ellos. Aunque toda identidad precisa de una legitimación social, creo que este es el ingrediente más vulnerable de entre los cementos que amasan la identidad. Depender de los constructos interpersonales ajenos es una mala estrategia de crecimiento del Yo. En el otro extremo del polo, la absoluta independencia de la identidad con respecto a la apariencia, estado que conocemos como narcisismo, es también una mala estrategia de sustentación de una sólida diferenciación.

Dicho de otra forma: la dependencia o apego a la imagen que recibimos de otro se encuentra en tensión permanente con la imagen que tenemos de nosotros mismos y a la vez esa autoimagen es probablemente heredera de la imagen que otros se hicieron de nuestro cuerpo. El apego y la autonomia con respecto a la imagen vivida del cuerpo están en conflicto permanente, en relación dialéctica.

Cualquier experiencia relacionada con la identidad está sustentada en un cluster de reconocimientos, validaciones y legitimaciones, así como también de exclusiones, criticas y retrocesos en la autodefinición. Pero no se trata sólo de una validación social sino sobre todo de una experiencia creativa individual para intentar individualizarse del común. La experiencia es necesaria para su etiquetado posterior, sin experiencia vivida no hay pues nombre, ni categoría. Pero sin categoría sería naturalmente imposible la experiencia, al menos de forma transmisible o recordable. Lo malo de este constructo es que una vez construida y legitimada la etiqueta, esta se comporta como un cuerpo extraño que opera como un atractor de cualquier angustia o zozobra. Además, opera como un objeto interno alienante en tanto que el individuo acaba sintiéndola como una fatalidad que aunque colisione con un sentido común intacto y un juicio de la realidad correcto, constituye una realidad interior contradictoria, no ya con las expectativas sociales iniciales, sino incluso con ese sentido común que el propio individuo conserva.

Por eso construimos nuestra identidad a base de tanteos y retiradas, la construimos por aproximación, en un juego constante de roles, un ejercicio de empatía, la mejor de las condiciones de asimilación , también por odio o resentimiento, un argumento que nos acaba convirtiendo en un negativo patético de aquello que tratábamos de combatir.

La verdad es que una vez se ha construido el nombre (la categoría), el símbolo nos posee, se convierte en un cuello de botella para el raciocinio y la persuasión, en el sentido de que ya no responde tan solo a un consenso o a una experiencia subjetiva, sino que -individualmente también- puede servir de vehículo o coartada para cualquier otra pasión, a veces de sentido contrario a las intenciones iniciales. Así el amor se transforma en su opuesto: el crimen, el fervor en envidia, la admiración en rivalidad. La identidad entonces deja de ser un noumeno y se convierte en un fenómeno, ese salto semántico entre lo abstracto y lo concreto es el vinculo invisible que anuda al hombre, a su mente y a su cultura, un enigma sin solución, porque supone un salto cualitativo, que aun sin entender en su naturaleza íntima somos capaces de observar y que algunos pensadores como Foucault atribuyen al sembrado de entidades o categorías, propias de nuestro pensamiento dual.

La capacidad poyética del hombre para construir etiquetas es prácticamente infinita. Con ellas pretendemos señalar las experiencias comunes, consensuales, las expectativas razonables, aquello que acaecerá inevitablemente en el curso de la vida de una persona, pero también la capacidad de inventar nuevas adversidades. La capacidad de etiquetar es benéfica en sí misma, porque estas señalizaciones representan atajos para la comprensión de eventos inexorables y complejos que es necesario aprender a evitar, a predecir desgajándolos del cemento común de lo inesperado pero cuyas consecuencias y denominación forman parte del modelo perceptual común a una determinada cultura, apresando conceptos o valores que a veces resultan universales y otras veces solo son casos particulares para una determinada etnia o cultura particular. En cualquier caso el etiquetado no tiene nada de neutral, porque a veces también sirve para desparramar o diversificar los malestares del hombre, incluso antes de que estos malestares hayan sido explicitados.

Su vehículo de transmisión es el lenguaje, con él etiquetamos los conceptos, con palabras, que compartimos con aquellos que miran la realidad con nuestras mismas gafas lingüisticas. Sin embargo, el lenguaje no es la realidad sino el sistema de signos que la codifica, el lenguaje es el mapa, no el territorio. Pero la realidad tiene -naturalmente- existencia propia, objetiva, más allá de la colección de signos de que disponemos para interpretarla. En cierto modo, es posible decir que la realidad la inventamos con nuestras palabras, sobre todo la realidad interna, aquella que es interpretativa, subjetiva y que siempre es un acto de creación. Una realidad que parcelamos desde el infinito de lo amorfo, desde lo insignificante de nuestra existencia finita.

Otras veces no existen palabras para nombrar las experiencias: es lo inefable, tenemos entonces que conformarnos con comunicarlas a partir de aproximaciones formales con la herramienta del idioma, dejándonos en el tintero muchos matices que trasmitir, por eso existe el arte y sobre todo la poesía, algo que nos lleva a la indistinción, al mestizaje y a la indiferenciación. Así y todo somos incapaces de nombrar determinadas cosas y por eso existe el inconsciente, un almacén donde hay que ir a buscar lo informe, lo inefable, lo indiferenciado.


Quien busque la esencia que vaya al monte (Proverbio sufi)


Uno de esos consensos universales es el Yo, otro la identidad, conceptos que he anudado en un neologismo: la Yoidad. Consiste en la sensación de ser alguien distinto a los demás, en la sensación de ser aparte, de estar desgajado del cemento de lo amorfo, de lo insustancial. Consiste en tener un cuerpo y tener un carácter, una profesión, un nombre, pertenecer a un lugar determinado, tener propiedades que sentimos como prolongaciones de esa identidad, una familia, unos amigos, unos hijos, una bandera. Todas estas realidades prácticas "cuelgan" de nuestro concepto de identidad, de nuestro Yo y muchas veces lo suplantan, y casi siempre le prestan un soporte funcional, cuando las barreras de ese mismo Yo son frágiles o demasiado permeables.

Pero de él también cuelgan otros parásitos no tan benéficos. Cuelgan la ambición y el dolor, el desengaño y la desesperación, el resentimiento y la culpa. Cuelgan, en definitiva, el dolor y el sufrimiento: la otra cara de la moneda de la autosatisfacción y de la autoimportancia, de ese amor extremo que nos profesamos a nosotros mismos y que llamamos narcisismo.

Y sin embargo ¿qué es esa percha, la identidad?. No es un órgano como el hígado, ni una secreción como la orina. No es un hueso como el fémur, ni un órgano sensorial como el oído. No, su existencia no pertenece al mundo físico, aunque la suponemos en nuestro cerebro (mejor en nuestra mente) o una función adherida a ella.

En realidad, la identidad y el Yo, no son sino constructos teóricos que nos sirven para nombrar aspectos de las diversas conciencias que acompañan al crecimiento ontogénico del niño (un recorrido similar al de la humanidad misma), y cuyo nacimiento se atribuye a una secuela del complejo de Edipo, cuando el niño comienza su separación fáctica del Edén que fue la madre, que operó como un objeto omnipotente y transmitió a su hijo esa sensación, (confianza básica) mientras era en realidad un bebé desvalido y carente de lenguaje y de aparato perceptual. Antes de ser yo, el niño no es sino un Ello, un puro objeto de la madre, solo un Otro de la madre. Es decir el Yo es un rastro histórico, dinámico, que deja una estela de su paso, una huella, el Yo es una conciencia en expansión y contracción permanentes.

En este marco de socialización el niño descubre a los otros "yoes" que pueblan su mundo, la madre, el padre, sus hermanos y sus iguales sobre todo. Sobre ellos se apoyará para conformar por imitación e identificación una imagen de sí mismo que le resulte atractiva y también a los demás y que sea - no obstante- diferente, idiosincrática y reconocible. A esta tarea dedicará diez o a quince años de su vida, aunque podemos afirmar que esta tarea tiene como precursora al reconocimiento de caras y que desde esta facultad el niño hace un salto hacia su propia diferenciación abstracta, pagando la correspondiente cuota de rivalidad y de desamor, de abandono y soledad. También de éxito y popularidad. En ocasiones de conflictos con la ley o con la autoridad, si la identidad que se construye a tientas cae en el campo de la marginalidad o el crimen: identidades negativas que representan antivalores y que muchas veces son el intento desesperado de alguien de construirse una identidad aunque resulte letal e inadaptada.

Esta identidad es pues un acto creativo, plástico, que procede de la facultad de reconocer a los demás a través de su cara y que el sujeto en su alienación de no poderse contemplar como objeto, no tiene más remedio que recurrir a la representación. Una representación mental. construida a golpe de imitaciones, reflejos y refracciones se conservará durante toda la vida, admitiendo pocas desviaciones o redefiniciones mientras conservemos la creencia de que es algo material, que existe dentro nuestro como un órgano. Esta creencia, sin embargo, es benéfica y útil durante el tiempo que el adolescente precisa para anudarse a la tierra, construir un yo diferenciado y evolucionar a partir de esta sólida plataforma hacia otros planos perceptuales. Es obvio que una identidad fuerte y un Yo diferenciados son importantes y necesarios para hacerse un hueco en un mundo donde la competencia y la eficacia son valores compartidos por la mayoría y cuyas reglas de juego interpersonal se basan, sobre todo, en la habilidad para llevar a cabo estrategias para "situarse" en el entramado social. El obstáculo del mundo laboral, encontrar una pareja y fundar una familia son imposibles, sin haber llevado a cabo la fundación de un Yo o una identidad sólidos.

Más allá de estas tareas o en determinados ambientes no competitivos o comunidades que se basan en la cooperación y no en la rivalidad, se pueden hacer algunas excepciones, algunas pausas y trascender nuestra propia identidad, impulsando nuestros modelos perceptuales hasta determinados estadios de conciencia que nos permitan visitar otros mundos y adquirir otras experiencias. El Yo y la identidad unitarios son en realidad un invento bastante reciente si lo comparamos con el periodo de tiempo en que el Yo estaba compuesto por aspectos parciales de la conciencia que coexistian en la misma mente. En este sentido la convicción de que nuestro Yo, existe dentro nuestro y es un soporte de nuestra identidad, como algo material, es en realidad una convicción irracional, que se ha demostrado - no obstante- útil, en un modelo de sociedad competitivo, hostil y que requiera del sujeto una cierta sensación de continuidad sobre sus propias responsabilidades y su conducta.

Más allá de eso, es posible pensar en una existencia alternativa, donde el Yo, no supusiera un centro de gravedad sobre el que navegar, sino sobre un modelo de conciencia que contemplara la realidad desde una perspectiva supraindividual. Realidad de conciencia que lejos de constituir una utopía, es posible de alcanzar a partir del testimonio de otras culturas y de otras experiencias individuales.


La vida del espíritu sobreviene de la muerte previa de la mente. Si aniquilas la mente, el original cobra vida. Aniquilar la mente no significa quietismo, sino concentración total. (Lu- Tung- Pin, El secreto de la flor de oro)


Tal y como los yoguis recomiendan, el camino hacia la felicidad impone la disolución del yo, de la identidad o al menos su relativización. Pero para disolver el Yo, hay que tener antes un yo consolidado, de otra manera el riesgo de psicosis no es desdeñable, al menos en nuestra cultura. Claro, que no se trata de perder la identidad y perderse en un estado de marasmo intelectivo, o de renunciar conscientemente como un zombi a lo que se sabe, se ha sabido o se puede aprender. Disolver el yo, no consiste en volver al automatismo mental, no es una robotización de la existencia, se trata de desplazar el centro de gravedad de la propia existencia hacia un rango jerárquico superior, que algunos han denominado el hombre incoloro (Pantajali), una perfecta metáfora de la falta de deseo.

Muchas veces olvidamos, tal y como ha señalado Naranjo, que el deseo o la aversión proceden de la condición deficitaria del ser humano, mientras que el amor, - que es junto con el desapego, el mejor antídoto contra la desesperación del ansia de poseer (o de evitar)-, proceden ambos de la abundancia.

La ruptura intrapsíquica que representa esta idea budista de disolución del yo es darse (caer en la) cuenta, mediante un entrenamiento al servicio de cualquiera, de que el Ser está en toda la humanidad y que habla, en su multiplicidad, por todas las bocas. Es, darse cuenta, que por encima de las diferencias que nos hemos construido para distinguirnos de los demás, hay más coincidencias que divergencias entre los humanos. Incluso más: que la carga genética que separa al hombre de la mosca del vinagre es mínima y en este sentido todos los seres vivos formamos parte de un mismo proyecto, intencional o arbitrario, en el que compartimos unos mismos materiales con distinta organización, donde los opuestos son categorías reversibles y aspectos complementarios de la misma realidad.

En el terreno práctico, disolver el yo, es escuchar las razones de los demás y no adherirse a las convicciones propias, mucho menos a aquellas que no son más que opiniones trasvestidas de verdades universales. No alimentar convicciones, creencias o ideas rígidas, es el objetivo en la resolución de este enigma, pero es también un éxito conseguir relativizar las propias ideas o razones y dejarnos penetrar por los argumentos ajenos.

Disolver el yo, es destruir las etiquetas que nos sirven de referencia para nuestra propia autoimportancia, pero también para los prejuicios ajenos, fascinados a veces por la titularidad pública de esas mismas etiquetas y que nos sirven de realimentación cuando perdemos el Norte. Los yoguis están convencidos de que la falacia omnipresente de la identidad-etiqueta es la responsable de gran parte del dolor y malestar que los occidentales llamamos neurosis.

sábado, 12 de enero de 2008

¿Alma o Dios?

Al principio sólo hubo un misterio: la muerte, ¿cómo explicarla? ¿qué sucedía cuando el hombre moría?. Todo parece indicar que el cadáver mantiene ciertas similitudes con el hombre vivo, pero todo señala en la dirección de que ha perdido algo y si ha perdido algo ¿dónde está ese algo? ¿dónde se marchó?

El misterio de la muerte, con la conservación temporal del cuerpo “al que falta algo” movió a la conciencia humana a buscar una explicación y esa explicación se basó en lo más evidente: el cadáver ha perdido la respiración en relación al vivo, luego ese algo que perdió tiene que ver con la respiración, con el aliento, no es de extrañar pues que la etimologia del alma proceda de las voces pneuma, elan, spirit o anima o que el chi sea para los chinos equivalente al prana de los indios algo que procede del aire que respiramos. Pero ese algo perdido debe estar en algún lugar y ese lugar no puede tomar otra dirección más que la que toma el humo, una dirección ascendente hacia el cielo, alli deben haber ido pues las almas de los muertos, aquellas que han abandonado al ser vivo. Están en otro sitio y están también en otros seres vivos, aquellos otros seres que presentan similitudes con los vivos: los seres animados que parecen estar vivos igual que los hombres y a diferencia de las rocas o los muertos, inertes: los ríos, los animales, los árboles y hasta la misma tierra y el cielo están vivos y allí debe estar ese principio que abandonó el cuerpo de nuestro semejante ya cadáver.

Lo primero fue pues el principio animado (el alma), lo segundo fue encontrarle un lugar (el resto de seres vivos incluyendo el cielo y las aves). La siguiente suposición procedía de las dos anteriores: el alma que habita ese león, esa serpiente o ese abeto, es la misma o algo parecido a la que habitó a mi antepasado, luego esa alma es inmortal y es además venerable en tanto que contiene elementos de los míos. Nació así el tótem una especie de culto primitivo a algún animal o fuerza natural que prestaba sus atributos a un determinado clan y le ofrecía al mismo tiempo su protección mágica, el tótem inventó al mismo tiempo un vínculo de parentesco antes de que hubiera parentesco propiamente dicho. Un animal era la deidad concreta que se adoraba en un clan cualquiera, se trataba del pensamiento concreto y animista. El hombre permaneció en ese tipo de culto durante eones de tiempo. Primero fue el alma la que se inventó pero luego esa alma precisaba un aposento sagrado, una representación, el tótem, la forma primigenia de Dios protectora del clan. La segunda opción e intercalada con aquella es la esperanza de una próxima reunión: si el alma era inmortal en su trasiego eterno por distintos seres vivos era esperable la reunión con el cuerpo al que perteneció, de ahí el culto a los muertos, hay algo en los cadáveres que es inmortal y que es necesario preservar en espera de aquella unificación, por eso, los cadáveres merecen una ceremonia, el enterramiento para protegerlos de la acción de la intemperie y las alimañas.

La secuencia de estos eventos es pues la siguiente:

1.- Un principio animado

2.- La suposición de que un cadáver debe preservarse

3.- Un lugar donde moran estos principios animados

4.- Un protodios -el tótem- que protege al clan y que tiene que ver con el espíritu guía donde moran los atributos de la tribu.

Quien inventó esta secuencia estaba inventando sin saberlo una protocomunidad de intereses, un clan presido por un tótem protector que era a la vez depositario de todos los espiritus individuales que moraban en los individuos concretos. Aun Dios y el alma eran la misma cosa y permanecerían unidos un largo tiempo.

No obstante en los entornos en los que se desarrollaba la vida de los hombres primitivos era poco probable que estuvieran todo el tiempo pensando en estos temas profundos, más probablemente estaban ocupados en el “ahí afuera” es decir lo que ocurría en su inmediato entorno: la amenaza de las fieras, las hambrunas y la necesidad de proporcionarse proteínas animales, el frío, los animales ponzoñosos, etc. De manera que la disociación entre afuera y adentro fue probablemente la primera escisión que se produjo en la conciencia humana, quizá anterior a la escisión que le seguiría en importancia: la que implicaba una separación entre el alma y Dios y que muy probablemente no se estableció hasta la llegada de los estoicos con Heráclito a la cabeza y su concepto de daimon .

Los dioses fueron evolucionando desde lo concreto (animales, vegetales o matronas preñadas) a otros más abstractos como los que conocemos a través de la mitología griega o hebrea, babilonica, asiria o hindú, algunos tan abstractos que no poseen culto o representación como Yahvé, Alah o las mismas Erinias griegas. Este salto en la subjetividad humana tuvo lugar en algún momento de la era axial (entre el siglo VIII y el siglo IV) antes de Cristo ya en plena revolución agrícola. Ahí aparecen los escritos de la Biblia, la Teogonia de Hesiodo, los poemas épicos de Homero, Confucio, Lao-tsé y el Tao y Buda. Algo sucedió en esa época para que se acumulara tanto saber. En conjunto podemos afirmar que a partir de ese momento dioses y hombres compartieron escenario, esperanzas y aventuras con dos clases de creencias fundamentales:

1.- El hombre ha sido creado por Dios

2.- El hombre es portador de una naturaleza semejante a la divina (panteísmo)

Existen sin embargo dos excepciones: la religión helénica y el budismo. En la primera el hombre no es creado por Dios sino que es su coetáneo con el que mantiene pleitos constantes y diferencias de criterio fundamentales, en la segunda Dios simplemente no existe sino que e sun atributo del hombre iluminado. En este momento pues podemos observar como la evolución de la subjetividad humana existe una bifurcación: por una parte los que consideran que el alma, aquel principio animado que los hombres inventaran para explicar la diferencia entre la vida y la muerte es parte de Dios o su creación y en otra aquellas religiones donde el alma es intrínseca al humano y no pertenece a Dios, aunque los dioses tienen frente al “eidolon” alguna jurisdicción, sin embargo en el budismo solo las buenas obras de la vida tienen interés para alcanzar el Nirvana que es aquel estado donde el alma por fin se disuelve agotada en su lento tránsito de cuerpo en cuerpo. Buda en oriente y Heraclito en occidente inventan el viaje hacia dentro, la vuelta hacia si mismo, la búsqueda interior.

Dicho de otra manera, entre Dios y el alma existe una enorme tensión, no son la misma cosa, y además inducen una práctica diferente, una virtud cívica y espiritual bastante distinta, por ejemplo si ponemos el énfasis en el alma (esoterismo) estamos poniendo el acento sobre nuestra búsqueda interior, pero si lo ponemos en Dios (exoterismo) estamos poniendo el énfasis en el rito, el precepto y la ceremonia a través del designio. Los griegos -por ejemplo- se relacionaban con Dios a través de los sacrificios, que eran además privados y por así decir domésticos, no precisaban ningún tipo de mediación, por eso los sacerdotes griegos no fueron nunca tan poderosos como los hebreos y qué decir de los monjes tibetanos que ensayan una y otra vez la vía interior sin jerarquías ni mediadores entre ellos y el alma.

A la vía interior se la conoce como vía esotérica y a la vía del precepto se la conoce como vía exóterica y se hallan en guerra desde el principio de la humanidad, porque como pueden imaginar aquellos que privilegian la vía exterior tienen mucho interés en seguir acumulando poder gracias a sus labores de mediación.

Pero había otra guerra en marcha simultáneamente a la anterior, una guerra que es posible rastrear en las diferencias fislosóficas entre Platón y Aristóteles su discípulo. Platón estaba interesado en cuestiones diríamos hoy esotéricas, el perfeccionamiento individual y político del hombre a través del autoconocimiento, pero Aristóteles estaba sobre todo interesado en saber como funcionaba el mundo: la primera catalogación de las especies animales es debida precisamente a Aristóteles al que se considera animado de lo que hoy llamaríamos un principio de observación científica, por ejemplo Aristóteles estaba muy interesado en saber cual era el mejor modo de funcionamiento político para lo que mandó emisarios a múltiples ciudades de todo el mediterráneo para que explorarán todos y cada uno de estos regímenes. Concluyó que ninguno era perfecto, pero lo que interesa recordar es que Aristóteles instituyó el método científico, la observación, experimentación del mundo de ahí afuera. Aristóteles era de ciencias y Platón de letras por así decir.

Desde entonces las tensiones entre afuera-adentro y las tensiones entre Dios-alma presiden el pensamiento y la subjetividad humanas. Los partidarios de Dios y los partidarios del ahí-afuera son mayoría. Los primeros son personas son personas que dudan, obstruyen y reniegan de la ciencia y que por supuesto desconfían de la vía esóterica tremendamente individual. Son en realidad y han sido a través de la historia los principales enemigos del progreso y señalo a las religiones monoteistas entre las principales obstructoras, hoy lo vemos en el Islam pero en la Edad media eran los cristianos los principales obstructores, aunque las tres religiones se encargaron en el siglo XII de cargarse a los sufíes que representaban la vía esotérica en clave ecuménica puesto que había sufíes que eran tanto cristianos como musulmanes o hebreos. Por no hablar de la declaración de herejía y exterminio que la Iglesia católica dictó contra los gnósticos ya en el siglo I de nuestra era. Desde entonces el gnosticismo se refugió en la poesía, en el arte y en la literatura.

Los partidarios del ahí afuera por el contrario suelen ser enemigos acérrimos de la via esotérica y de la búsqueda interior pero curiosamente no tanto de Dios o de los preceptos, carecen por tanto de espiritualidad, de introspección y de una subjetividad o autoconciencia definida. Son personas orientadas hacia el mundo y hacia la realidad concreta, desprecian a las personas que se cuestionan la vida en clave espiritual y son materialistas y adaptados a las condiciones de vida impuestas por un mundo que ha renegado de lo espiritual aunque pueden mantener y de hecho mantienen cultos formales, sosteniendo a veces posturas pseudoreligiosas como oponerse al aborto o a la eutanasia.

¿Pero cómo es posible que esta bifurcación original se haya sostenido tan largo tiempo después de que esas ideas se formularan ya en la antigua Grecia?

La historia del progreso no ha sido en absoluto uniforme, la historia de la búsqueda interior tampoco lo ha tenido fácil. Es posible afirmar que ambas ideas se encuentran en guerra permanente y que hasta ahora los que van ganando la partida son los teistas y los materialistas, frente a los espitualistas y a los libre pensadores.

Pero lo cierto es que a pesar del retraso que llevamos en conocer el desenlace de estas guerras, a trancas y barrancas en un lugar llamado Europa la ciencia siguió avanzando y lo hizo precisamente en aquel lugar donde el cristianismo había logrado ser la religión hegemónica. ¿La razón? Pues porque además de sus defectos obstructores sobre la razón, el cristianismo tenía un imponente legado político y religioso: tenía un imperio heredado de Roma con unidad administrativa y jurídica, con buenas comunicaciones y cohesionado sobre el que se levantó la Europa política que conocemos hoy, sede del progreso, del bienestar y de la riqueza, un progreso y bienestar que no es ajeno a la abolición de las monarquias absolutistas que se lograron en Inglaterra en el XVII con la revolución liberal. El rey como representante de Dios quedó abolido y hoy en ninguna parte de Europa incluyendo a las Monarquias parlamentarias se le adjudica al Rey un papel hegemónico en el destino de sus súbditos. Gracias a la revolución liberal, somos ciudadanos y con todos los defectos de nuestras democracias vivimos en lugares donde el ciudadano tiene sus derechos garantizados. Por otra parte el cristianismo inventó la individualidad, precursora de la competitividad que profundizaron los protestantes hasta el paroxismo, eliminó la fatalidad griega (Ananké) y la predestinación (que mantienen los musulmanes y los calvinistas) y proyectó al hombre hacia dentro, haciéndole responsable de si mismo a través del libre albedrío. Mantuvo hasta donde pudo la censura sobre las ideas y las supersticiones pero poco a poco fue debilitándose, primero con la Reforma y secundariamente con las guerras de religión y la Inquisición que desmembró a la Iglesia dejándola en el punto en que la conocemos hoy, aunque aun siguen habiendo tentativas de una vuelta atrás sobre todo en USA (creacionismo versus darwinismo) y las seguirá habiendo porque la historia no es lineal sino en cierto modo caótica.

El asunto está de la siguiente manera: hoy ya no llamamos alma al alma, sino que le llamamos mente, inconsciente, capacidad de introspección, conciencia, amigdala, autoestima y otras metáforas que remiten a la misma realidad: un principio que anima la materia y que tiene sus propias leyes aun procediendo (emergiendo) de la materia. La historia del alma es una historia de progresos y retrocesos porque cuesta creer que en pleno siglo de la Razón, me refiero al XVIII, Descartes mantuviera aun la separación entre cuerpo y alma y renegara del todo de lo que no se ve, del alma, ahí comienza precisamente el desvarío de la ciencia que ha dejado todo el espacio a los reformistas de la fé. Porque claro, la gente en el fondo lo que quiere es tener certezas (sobre todo los que se ocupan del ahí afuera) y cada vez hay menos en las que creer, por eso la gente se refugia en las contradicciones del progreso y de la ciencia. El temor a las ondas electromagnéticas, a los pesticidas o a los transgénicos con la sensación de que estamos siendo envenenados con productos industriales, fármacos tóxicos peligrosos o alimentos adulterados ha reemplazado a los tabués religiosos o al sacrificio ritual. Hay parte de verdad en esta suposición pero también es verdad que es precisamente en Europa donde se practican los controles más eficaces para que estas cosas no sucedan. Pero a la gente no le importa el Estado, lo que le importa son sus creencias, y la gente necesita Dios, a un Dios y si no lo puede alcanzar por la via exóterica porque ya nadie cree en los rituales o en las liturgias cristianas lo busca por la via esóterica a través de creencias irracionales. Mirar hacia dentro expande la conciencia pero ahí no hay tampoco ningún Dios salvo que pactemos que el hombre es un Dios en si mismo lo que nos devuelve al panteísmo original de algunas religiones primitivas. La gran lucha es entre Dios y el hombre, entre el Estado y el hombre, entre la ciencia y el hombre.

La solución a este dilema la leí en un libro el otro día: “Si quiere usted saber algo sobre si mismo visite el zoológico y abandone el convento”.

Es decir la gran paradoja en la que vive el hombre contemporáneo es que por una parte ha acumulado demasiado saber científico que debido a sus carencias espirituales no ha podido integrar inventando un hombre cartesiano enjaulado en “lo científico” incapaz de mirar hacia su interior, por otra parte también existe aquel que ha profundizado ya demasiado en si mismo y se ha perdido la oportunidad de vivir la vida: talleres de autoestima y de danza del vientre, relajación, yoga, tai-chi, Batukas y respiración holotrópica, drogas de síntesis y setas alucinógenas, todo esto es de una manera u otra el nacimiento de una nueva religión (la new age), enfrentada a sus enemigos de siempre con otros ropajes distintos al hábito que ya no viven en conventos sino que comparten catedra universitaria. Pero la new age en si misma es también una vuelta atrás, porque en el fondo de todo esto hay una búsqueda de alguien que proporcione las sincronías que la ciencia nunca podrá proporcionar, porque una vez conocido todo el genoma humano ¿qué haremos para protegernos de las enfermedades sin base orgánica o con aquellas adquiridas en el curso de la vida sin origen genético? ¿dónde colgaremos el sufrimiento individual? ¿qué haremos con los fardos que nos coloquen nuestros antepasados?

O sea que la new age es una nueva religión emergente que reniega de Dios pero esconde la ilusión de que existe un Dios arquitecto que coordina todo lo viviente, que no interviene casi nada en la vida de los hombres pero que mantiene un plan para la especie humana, un plan que compartimos al parecer con todo el cosmos. Tiene la ventaja de que no tiene liturgias compartidas y que cada uno puede inventarse a su medida una secta para si mismo y reclutar unos pocos seguidores que en la base de sus creencias siguen siendo teistas y manteniendo en secreto relaciones especiales con algún Dios hecho a su medida. Su peligro es que además de renegar de un Dios formal reniega también y desconfía de la ciencia, aquella que se basa en los principios aristotélicos de la observación y la experimentación que es a fin de cuentas la única que permite todo aquel progreso que hace que tengamos Internet y escribir post como este.

Y que usted los lea.


martes, 1 de enero de 2008

Sexo sin cópula

Estamos tan acostumbrados a identificar sexo y cópula que nos olvidamos de que el sexo copulatorio es una estrategia más –pero no la única- de las que la reproducción sexual ha desplegado para llevar a cabo su "propósito" de diversificación de posibilidades génicas, pero que no es ni siquiera la más eficaz en términos de numero de descendientes, algo que las abejas y en general los insectos sociales pueden perfectamente testimoniar.

Copular es - efectivamente- un engorro, la naturaleza ha tenido que inventar no sólo poderosos rituales de apareamiento y reglas para que se produzca pero además tuvo -antes de todo- que construir dos sexos portadores de gametos distintos a los que se accede de una forma antianatómica, cuando no penosa o dolorosa.

Penetrar a una hembra por muy dispuesta que esté es en algunas especies una tarea que necesita cierta supervisión si no queremos que las arremetidas del macho dejen a la hembra malparada, así sucede con los caballos donde hasta ha sido necesario crear una profesión - la de mamporrero - para ayudar en el coito al potro joven entusiasta pero poco hábil. Lo cierto es que en algunas especies el acceso a la hembra es tan complicado que uno llega a preguntarse por qué la evolución optó por tan magna tarea en la reproducción y no se contentó con universalizar la estrategia de la sepia que pone sus huevos en el agua y es allí en el agua donde resultan fecundados o por la más inteligente del escorpión que en un ambiente menos conductor que el agua, en la arena del desierto compone un pequeño charco y allí eyacula para que más tarde la hembra ponga sus huevos en el lugar adecuado. O la estrategia de las ranas que ni siquiera tienen pene y se limitan a fecundar los huevos que las hembras depositan en el lomo del macho siendo allí fecundados.

La cópula, por el contrario, es un acto intrusivo, teñido muchas veces de tensión y dramatismo y donde el placer no se reparte equitativamente (algunas hembras ni siquera tienen orgasmo), siendo a veces tan fugitivo y breve que es licito preguntarse el para qué se inventó la cópula y qué ventajas supuso en la evolución de determinadas especies si es que supuso alguna.

Lo que nos lleva a una breve disquisición sobre la selección natural: no siempre una determinada actividad debe ser evolutivamente adaptativa para que demuestre su potencial valor selectivo, a veces una determinada conducta no es sino el resultado de una maladaptación que se transmite por los mismos canales que las buenas adaptaciones, en otras ocasiones la conducta o rasgo estudiado puede ser absolutamente neutral desde el punto de vista de la selección natural.

Es el caso de la cópula. En realidad lo que es beneficioso en términos evolutivos es la propia reproducción sexual y no el método elegido en las distintas especies para la ejecución práctica de la misma. Los reptiles iniciaron esa estrategia que llamamos cópula y posteriormente nos la transmitieron a los mamíferos y a las aves, aunque ellos se mantuvieron fieles a su estrategia ponedora de huevos que reduce las cargas del maternaje al embarazo. La evolución es un proceso azaroso e irreversible, en el sentido de que no puede operar hacia atrás. Por ser azaroso ensayó una estrategia en Australia y otra muy diferente en Africa, una estrategia animal y otra vegetal, una protozoaria y otra multicelular, una reproducción asexual donde el individuo se replica entero y otra sexual donde lo hace sólo de mitad en mitad, diversificando sus estrategias como el jugador de bolsa diversifica sus inversiones y no arriesga su patrimonio a un solo valor, una conducta que sería de muy elevado riesgo para el inversor.

Por ser irreversible no podemos esperar que la evolución modifique pautas filogenéticamente más antiguas, sino que las recorra en la ontogénesis, las recapitule en cada individuo y las mejore poco a poco en tiempo evolutivo. Por eso los seres humanos estamos condenados a copular a no ser que inventemos otra manera - algo que ya empieza a vislumbrarse - de reproducirnos.

Pero por ser un mono tan inteligente el ser humano ha logrado disociar el amor y el sexo de tal manera que podemos relacionarnos sexualmente con alguien sin amor y más recientemente sin compromisos reproductivos, una disociación de la que pueden beneficiarse tanto hombres como mujeres aunque además de eso ya era posible disociar el género y la orientación sexual, es decir que un hombre se sienta atraido por otro hombre. Además de eso y gracias a su enorme capacidad simbólica el humano ha logrado también inventar el erotismo, algo que se añade en valor de goce a la reproducción y casi siempre a la cópula que incluso puede llegar a inhibirse.

Podríamos definir al erotismo como el sexo sin cópula, aquel que logra sortear el determinismo propio de la especie y va más allá del sexo reproductivo y a veces también del sexo copulatorio. No es mi intención en este punto del capitulo hacer una recapitulación del erotismo para el que remito al lector a la obra de G. Bataille, (El erotismo) pero si pretendo hacer notar que todo lo que ha venido en llamarse perversiones sexuales desde el siglo XIX hacia acá y que ahora se encuentra clasificado como parafilias en los sucesivos DSMs, son conductas sexuales ejecutivas sin cópula, es decir o bien se trata de eludir la copula en sí misma o bien esta cópula se produce con alguien sin posibilidad reproductiva. Así el sado-masoquismo, puede ser considerado como un ritual que escenifica la agresión sexual sin llegar a consumarla, el fetichismo un desplazamiento del objeto sexual hacia una parte que lo representa simbólicamente, la masturbación, - quizá la forma más frecuente de sexualidad sin cópula- un ritual destinado a dar cuenta por uno mismo de la necesaria autoestimulación que con intervención de otro pudiera resultar peligrosa o al menos incompatible con otras pulsiones puestas en juego en la fantasía inacabable de los seres humanos y así sucesivamente: el lector deberá incluir las perversiones de las que tenga noticia para acabar concluyendo que existen personas que optan por vivir una sexualidad sin cópula que si bien puede parecer como la emergencia de una conducta aberrante es en realidad una conducta selectiva, sometida a las mismas leyes causales que cualquier otra y que en mi opinión sólo nos resulta aberrante a partir de nuestra ignorancia de las leyes naturales y que puede llegar a ser tan maladaptativa o trivial como el sexo marital reglado.

Asimismo Stevens y Price (2000) han señalado que el sadomasoquismo puede explicarse mediante la fusión de dos programas genéticos (Stevens –jungiano- les llama arquetipos) distintos como el rango y el reproductivo, una yuxtaposición que podemos encontrar también en la pedofilia (Eibl-Eibesfeldt, 1990). Algunas personas sólo pueden excitarse a través de relaciones de dominancia o sumisión o mediante rituales que escenifiquen una puesta en escena de suspense. El miedo puede operar como una fuente de activación sexual o arousal, como parece demostrar el interés por las películas de terror, así como la fantasía inacabable de los humanos puede suponer una síntesis emocional o condensador cognitivo para dar cuenta de señales diversas procedentes de distintas agencias instintivas que puedan inhibirse entre sí, como sucede frecuentemente en los animales en cautividad o sometidos a infra o sobreestimulación. El denominador común de estas preferencias individuales es siempre: la predilección por una actividad que a la mayor parte de la gente del propio entorno social considera aversiva.

El fundamento evolutivo de que algunas personas elijan estas actividades preferentemente en lugar de la copula reglada, es que en realidad el sexo es algo distinto a la sexualidad, al menos en el hombre, en realidad el sexo es una pulsión autónoma que sin embargo se presenta siempre acompañada de otras pulsiones como la agresión, el miedo y sus derivados culturales o arcaicos: la fascinación (la duda entre huir o entregarse) y la reacción de fuga (para acabar siendo alcanzado/a por el perseguidor). La cópula está pues teñida de otros aspectos instintivos distintos a la propia intencionalidad de reproducirse al menos en el hombre, no puede extrañarnos pues que en algunas personas la copula de miedo, repugnancia o resulte agresiva o humillante y más allá de eso que la confrontación con individuos del sexo opuesto se halla teñida de temor, por no hablar de las prohibiciones culturales o religiosas que se han adherido a la sexualidad desde tiempos remotos y que le han añadido inevitablemente un tinte de transgresión contra lo sagrado, complicando un sencillo análisis evolutivo.

Si existen las parafilias es precisamente porque la sexualidad humana ha estado siempre –al menos- regulada, cuando no prohibida en todas y cada una de los distintos entornos culturales en que ha discurrido la convivencia humana, son además más frecuentes en el sexo masculino y tienen que ver con sus programas reproductivos cuando resultan inhibidos por otras pulsiones interpuestas, en realidad rituales que tratan de exorcizar el miedo a la cópula, bordeándola desde fuera. Así en el sado-masoquismo, una amenaza proyectada, es mediante un comportamiento ritualizado cuyo propósito es profundizar en la asimetría entre la pareja y exorcizar el miedo o en el fetichismo donde el objeto sexual es desplazado por representación hacia una parte cualquiera, a un objeto neutral relacionado por vecindad que logra cosificar la relación y por tanto convirtiéndola en algo inerte.

Y es natural que así sea. La agresión y la sexualidad se encuentran emparentadas en el coito, por razones de la propia mecánica sexual y de los rituales que la preceden y además por razones filosóficas profundas que no me comprometo a nombrar de una forma exhaustiva.

La sexualidad puede - subjetivamente - ser sentida como una pérdida, no sólo del propio genoma sino del deseo de inmortalidad que acompaña al individuo de principio a fin de su vida. La reproducción sexual se basa en una pérdida la mitad del genoma, que desaparece con la recombinación, a diferencia de las células asexuales como las cancerosas o las esporas que son inmortales. Por esta razón sexo y muerte se encuentran emparentados metafísicamente, además de que el lector hallará en otros artículos, sobre todo en aquel que examina la agresión las razones por las que la selección natural ha desarrollado paralelamente la agresión en compañía de la sexualidad, como un mecanismo más de adaptación al medio.

Para reproducirse es necesario competir, la reproducción es con frecuencia el premio por ser agresivo. Ser vencido es pues peor que no competir, dado que nadie puede saber cuales son las potencialidades del macho tímido que no pelea o alardea y se mantiene a la expectativa. Todo individuo se manifestará en relación con su programa cerebral de apareamiento, un programa que muchas veces aconseja esperar a adquirir determinadas destrezas en la pelea o un tamaño que por si mismo pueda resultar amenazante. En otras ocasiones asumir el riesgo de sufrir daños puede ser la estrategia mejor para quedarse con los bienes del macho dominante. En otras, la prudencia aconsejará esperar a que otro tome la iniciativa por sí mismo y quedar al acecho para el reparto del botín.

Apaciguar a un macho dominante puede parecerse mucho a una conducta homosexual y de hecho muchos machos de diversas especies lo hacen: la sumisión desactiva la agresividad "paranoide" de los machos dominantes tanto si es ejercida por una hembra u otro macho. En ocasiones, el macho dominante no tiene forma de conocer el sexo de su congénere, al que acabará reconociendo precisamente por su cualidad sumisa como una hembra, lo que inmediatamente desactivará su agresión (Lorenz 1971). En situaciones de cautividad o de escasez de hembras pueden verse conductas similares a las homosexuales, sobre todo en el nivel demostrativo que no terminan en coito sino que constituyen una especie de simulacro. Otras veces el vinculo amistoso entre dos machos puede reportarles a ambos beneficios en el rango social, una amistad que muchas veces podemos confundir con homosexualidad. Lorenz ha descrito en gansos amistades inseparables que intentan copular sin éxito, pero que aun así, tal imposibilidad no termina con la amistad previa e incluso tiene evolutivamente hablando algunas ventajas: una pareja-alianza de machos siempre prevalecerá sobre cualquier pareja heterosexual siempre y cuando no renuncien a reproducirse.

De manera que la pareja heterosexual tiene muchos inconvnientes por no hablar de que la copula es en si misma el peor de todos ellos: dos individuos copulando tienen mucho riesgo de morir si un depredador les detecta, como sucede en el sueño o en el ágora (a campo abierto). No es de extrañar que el Sapiens inventara otras formas de "divertirse" sin llegar a mayores.

Editoriales

Mito, narrativa y salud mental