Que es precisamente porque todos tenemos la oportunidad de escribir que la literatura corre un serio peligro.
Si es que hubo alguna vez buena literatura.
Si es que no era más que una ilusión de la precariedad.
Todas las controversias de interés freaky-psiquiátrico en un pinchazo.
Todos los estudios epidemiológicos señalan con testarudez que las enfermedades mentales son más frecuentes y graves en las ciudades que en el medio rural, lo que significa que algo hay en la manera de vivir en las ciudades que causa un gran malestar en los humanos. Este malestar puede interpretarse como una mayor complejidad en el entramado social, pero también puede definirse como una mayor sensación de aislamiento y dificultad para tejer redes sociales de apoyo en el anonimato de la gran ciudad que el que soportan los individuos que viven en el campo, lo que explicaría como efecto secundario el que un enfermo mental en una ciudad tenga peor vida de la que tendría en una comunidad pequeña incluso viviendo solo en el campo. El ser humano es un ser gregario y está adaptado a vivir en pequeñas comunidades de unas cien personas, el fenómeno de convivir en megalópolis de más de un millón de habitantes es algo relativamente reciente en tiempo evolutivo y que se debe a la revolución industrial, aunque el invento de las ciudades se remonta al neolítico con el advenimiento de la agricultura y la acumulación de excedentes. Es verdad que en las ciudades se acumulan más recursos que en las pequeñas comunidades campesinas y que tienen un efecto llamada para todos aquellos individuos que de alguna manera se han escindido de su grupo original, excéntricos, extravagantes, desviados sexuales, toxicómanos, esquizofrénicos crónicos, o simples pordioseros acuden a la ciudad por razón de que en ella se acumulan sobrantes alimentarios y de toda índole y el anonimato es sólo posible en estos grandes entornos. El fenómeno de los "sin techo" (homeless) alumbra precisamente lo que quiero decir, la ciudad opera como un atractor para determinados individuos, los parias del mundo, pero también a los que se sienten perseguidos y a los disidentes sexuales. Algo que resulta contradictorio con el hecho de que la mayor parte de los individuos que viven en una ciudad soportan más ruido, contaminación, incomodidades y estrés que los que viven en entornos más humanos y que hace comprensible que a la menor oportunidad traten de escapar de la gran ciudad solo para atascarse en un embudo de automóviles que se repite periódicamente y que no parece hacer desistir a nadie de volverlo a intentar el próximo fin de semana.
La contradicción estriba pues en que la ciudad parece atraer a algunos y parece repeler a otros, pero tanto los que escapan como los que acuden están de acuerdo en algo: en las ciudades existen excedentes y por eso la mayor parte de la población se amontona o hacina en ellas. Me refiero naturalmente a excedentes económicos, puedo afirmar pues que la gente vive en ciudades porque en las ciudades se vive mejor (en tiempos de paz), de acuerdo con nuestras pretensiones o expectativas de vida, aun al precio de intuir que en ellas se paga un alto precio por estas comodidades. Este precio suele ser una enfermedad o un trastorno mental pero hay que decir que es precisamente en las ciudades donde cualquier malestar puede ser atendido de acuerdo con nuestra expectativa asistencial con una mayor eficacia que en el campo donde los servicios sanitarios son por descontado menos sofisticados.
En mi opinión la causa del malestar en la ciudad no procede sólo del aislamiento, la razón es que existen personas que están perfectamente adaptados a un entorno de pobreza de estimulación pero que enferman cuando las sometemos a un ambiente sobrecargado de estimulos, me estoy refiriendo a las personalidades del taxón esquizotipico. Es precisamente la gran ciudad lo que las enferma a partir del bombardeo casi continuo de estímulos y la imposibilidad de escapar de ellos. Naturalmente la complejidad de la vida en la gran urbe no puede liquidarse con el único recurso al aislamiento o la pobreza del apoyo social que puede conseguirse en ellas, pero el resto de consideraciones serían incluso más difíciles de medir que las anteriormente citadas.
No llamemos salvajismo a esas bacanales de fin de semana, con mobiliario urbano destrozado o puñaladas por la espalda en la puerta de las discotecas por una masa informe descerebrada, llamemosle por su nombre, llamemosle horror.
La anoréxica no tiene miedo a engordar como ella misma declara sino que sólo dispone de dos mecanismos para lidiar con la pulsión: la expulsión y la repulsión. Despojada de su registro simbólico ¿como lidiar con el eterno conflicto femenino que supone la confrontación de la realidad con el deseo de ser atractiva? En las neuróticas clásicas este conflicto se hallaba de alguna forma simbolizado, la histérica de antaño simplemente se especializaba en la seducción, un mecanismo artístico en cierto modo que la llevaba a un continuo despliegue de estrategias para asegurarse un publico "entregado", algunas incluso lo conseguían, pero ahora nuestras histéricas ya no recurren a la seducción sino a la épica, ¿para qué gastar tiempo en seducir a nadie, si podemos simplemente pasar al acto y fornicar directamente con quien nos venga en gana? Esta es la diferencia que existe entre la histeria clásica, una mujer seductora que prometía mucho y no daba nada de los desarrollos ultramodernos tipo “border-line”: mujeres que no prometen nada pero lo dan todo y que lo dan de entrada, sin condiciones.
Es el miedo el que provoca ambas conductas, el miedo a no resultar atractiva, a no dar la talla, a haber perdido por la edad la capacidad de seducir, pero mientras en el primer caso podemos observar cierta capacidad para simbolizar la decepción, el rechazo o la odiosa comparación con el resto de mujeres, en el segundo caso podemos ver como opera la repugnancia del vómito, la expulsión de todo valor simbólico, la negación de la naturaleza humana y la vuelta al automatismo o a la inhumanidad.
El vómito de las bulímicas es una forma de expulsión, de exorcismo mágico mediante el cual la mujer "expulsa" todo aquello de nocivo que encuentra dentro de sí, como un demonio encarnado en esos kilos de más , en esas cartucheras que imponen de inmediato una comparación con todas esas imágenes desprovistas de defectos que pululan por televisión. Lo nocivo no puede transformarse, no puede neutralizarse o compensarse con los valores porque han sido excluidos de lo simbólico y arrastrados hacia lo real y ya nadie cree en ellos, ni siquiera de forma laica, porque toda ética ha sido despresurizada y reconvertida en un menú desplegable de deseos a los que todo el mundo tiene derecho:
Derecho a la vida, derecho a elegir el sexo, derecho a elegir la orientación sexual, derechos diseminados por un poder que difunde hasta el paroxismo la idea que las fatalidades pueden cambiarse. ¿Cabe un mito más estúpido que decir que tenemos derecho a la vida?
La vida o la muerte no son derechos sino nuestro destino, una fatalidad o una maravilla, pero un destino ineluctable ante el que sólo cabe una posición: el acatamiento.