martes, 25 de septiembre de 2007

Comer,vincularse, decir

Comer es un acontecimiento social, no simplemente una pulsión biológica que satisfacemos hasta la saciedad para volver a satisfacerla más tarde cuando volvemos a sentir hambre. Comer es un acto socializado presidido por horarios, ritmos, costumbres y rituales. Comer es cultura, comemos para alguien y comemos en un lugar donde alguien oficia para nosotros una ceremonia cultural. Sin embargo, los trastornos alimentarios que presentan nuestras adolescentes difieren de los caprichos alimentarios que muchas veces observamos en los niños pequeños en el trasiego de un vínculo ansioso con sus madres: aquí lo que es posible observar es la escenificación de una relación de dominio; el bebé o el niño pequeño pueden llegar a tiranizar a su madre mediante el hecho de comer, negarse a comer o poner sus condiciones a la comida, con sus estereotipias y gustos bizarros; y del mismo modo las madres pueden cebar a sus hijos a falta de algo mejor que ofrecerles (o –más infrecuentemente– dejarles morir de hambre), con lo que no obtienen sino rechazo y miedos relacionados con la comida. En los adolescentes, sin embargo, el vínculo original con la madre ha perdido importancia en favor de los vínculos sociales con los iguales y la niña ha alcanzado una cierta independencia de su madre. La mayor parte de trastornos alimentarios se presentan en niñas en edad escolar, hacia los 13-18 años; estamos hablando pues de un segmento de población donde lo importante, lo que se está escenificando, no es ya el vínculo primitivo con la madre: lo que se está negociando es desde qué lugar y hacia dónde ese vínculo-puente se dirigirá en el futuro. Esta es la razón por la que la mayor parte de los trastornos alimentarios comienzan con una dieta que se emprende después de un choque emocional, un desengaño amoroso, una decepción sentimental, una pérdida significativa, un cambio de domicilio o de colegio o la traición por parte de una amiga.

La adolescencia es una presión ambiental para el cambio, cuya característica principal en el mundo de hoy es que es cada vez más precoz y simultáneamente más larga y complicada. Nuestros adolescentes de hoy viven adolescencias extendidas provocadas por la necesidad de adquirir más conocimientos, por la presión de un mundo laboral cada vez más competitivo y también porque la escolarización obligatoria ha propiciado un retraso obligado en algunos niños en su incorporación a la vida adulta. Además no hay que olvidar un factor social de enorme importancia: los niños y los adolescentes han pasado de ser adultos en miniatura a ser un segmento de mercado importante para los mercaderes y politicamente también portadores de derechos por sí mismos; significa que la presión por seguir siendo adolescente es similar a la precipitación con que los niños abandonan su ingenuidad natural infantil para introducirse de lleno en la vorágine de la adolescencia, una época presidida por la exploración y por la cata de las primeras rivalidades y obligatorias decepciones aún en aquellos que gozaron de vínculos seguros durante su infancia.

La pregunta retórica: ¿qué es lo que hace a los adolescentes de hoy ser tan vulnerables? no hay que ir a buscarla en la genética o en la crianza sino en la cultura. Una cultura que ha introducido un cambio fundamental en las reglas del juego que regulan las interacciones entre individuos y que es ésta: los adolescentes de hoy han sustituido a sus figuras de apego –sus padres y familia extendida– por sus iguales de un modo precoz, sin la necesaria preparación ni solidificación del vínculo anterior; han sido impulsados a construir otro tipo de vínculos, tomando prestados sus materiales de los originales y estableciendo nuevos nudos con figuras de su entorno que son a su vez sus iguales y sus rivales; en el mejor de los casos el amor y la aceptación sin condiciones parentales han sido sustituidas por la fascinación de lo idéntico y la admisión condicional si se cumplen las reglas del grupo; esta es la razón por la que hoy ser distinto se vive como un estigma cuyas consecuencias son irreparables para el adolescente, la aceptación de los similares requiere uniformidad y consenso.

Para un adolescente actual es más importante la opinión que tienen sus compañeros de clase que la de sus propios padres o profesores. Más aún: es vital hacerse con un lugar en el grupo, un lugar de prestigio social; en él habrá que alcanzar las victorias individuales y la promoción afectiva y sentimental. Los padres ya no son los estereotipos a los que hay que emular a fin de adquirir una identidad desgajada del común sino a los iguales, los padres se han quedado sin el papel tradicional que les otorgaba el ser figuras de la identificación de sus hijos que ha pasado de mano en mano hasta llegar a la escuela y a forjarse en un ambiente de mayor competitividad con los compañeros donde no es posible esperar tanto nepotismo y dedicación como en el seno de la familia original.

Lo realmente interesante desde el punto de vista simbólico es que comer, vincularse y hablar son tareas que se hacen con la boca: la palabra (Logos) es entonces un sustituto de la alimentación que presidió los primitivos intercambios entre madre e hijo. Sin hablar, sin expresión verbal, un niño no podrá vincularse con sus iguales. La boca es el orificio que articula la vida precisamente a causa de la respiración, posteriormente la socialización, que se logra a través de la comida, y después a través de la palabra que desplaza la necesidad primitiva de alimentarse por otra más abstracta de hacerse entender. La transformación que hace del vínculo el adolescente es precisamente esta: desplaza sus necesidades nutritivas-orales hacia la necesidad de sentirse miembro de un grupo de iguales.



[1] Logos significa palabra, pero tambien racional y proporción justa.

1 comentario:

Ana di Zacco dijo...

Siempre recordaré una escena de la novela El Exorcista, donde Karrás, en una introspección patafísica a más no poder, se pregunta mientras espera que llegue el metro, el por qué de esas necesidades humanas de comer-defecar-comer-defecar. Claro que tenía sangre griega, y ya se sabe, esos griegos patafísicos...

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