jueves, 29 de mayo de 2008

Las palabras ellas solas

Las palabras son cáscaras vacías, no son en ellas mismas nada, sólo una matriz aristotélica, la hilé-morphei, el continente que espera un contenido para poder ser dicho. Las palabras se generan entre la boca, la laringe y el paladar, en esa caja vacía y hueca se genera el sonido que no será nada sin un interlocutor que dé forma definitiva a través del significado a lo que la palabra-significante evoca.
Observemos la palabra “creer”, observemos su ambigüedad. Creer es un verbo que evoca dos formas de comprender el mundo. Por una parte significa creer en algo, es decir aceptar sin pruebas de que ese algo equivale a la condición que se le propone. Creer en Dios por ejemplo es aceptar que existe una realidad creadora y supraindividual que se manifiesta más allá de las pruebas que lo sustentan. Diferente es sin embargo “creerse Dios”, si observamos estas dos creencias de cerca observaremos que la única diferencia entre ambas es la existencia de una preposición, de un embrague: creer en Dios, es distinto a creerse Dios.
Esa preposición “en” delimita y diferencia dos ámbitos semánticos bien distintos: el ámbito de creer en algo del ámbito de creer-se ese algo. La segunda propuesta es autoreflexiva, autoreferencial, psicótica, mientras la primera es normal, pues no hay creencias delirantes sino sólo sujetos que deliran. Por extravagante, exótica o bizarra que nos parezca una idea, jamás esa idea en si misma podrá ser catalogada de psicótica, de patológica, pues no está en la palabra –en la creencia- el delirio, sino en la posición que ocupa el sujeto en ese delirio –en esa cadena de significantes-, algo que podemos averiguar precisamente a través de la construcción que ese mismo sujeto realiza a través del lenguaje, un lenguaje que carece de embragues. La locura es pues un descarrilamiento del lenguaje, una falta de preposiciones.
En el lenguaje común sabemos muy bien y de forma intuitiva a qué me estoy refiriendo: cuando decimos de alguien: “se lo tiene muy creido”, ¿qué queremos decir? No estamos aludiendo a la fe que uno tiene en sí mismo sino a algo más, queremos decir que esa persona ha logrado identificarse con una imagen de si mismo que a los demás se nos antoja como una exageración, como una hipertrofia que identificamos con la palabra vanidad u orgullo. Nada que ver con la necesaria “creencia” en uno mismo, algo que entendemos como un valor a diferencia de la autosuficiencia que detectamos en el vanidoso. “Creer en uno mismo” es distinto a “creerselo”, sea cual sea la virtud que sirve de apoyatura a tal creencia. Aun más, en las personas “que se lo creen” muy rara vez averiguamos de qué se trata, qué es lo que ellos se creen de sí mismos, nos parecen personas alejadas de la realidad, no sólo exagerados sino que también abrazaran mecanismos ilusorios para sostener tal creencia.

De igual modo sucede con los síntomas mentales, no es lo mismo “creer en un síntoma” que “creerse el síntoma”, nosotros los psiquiatras estamos obligados a creernos la queja de nuestros pacientes pero no estamos obligados a “creérnoslo”, como a veces hacen ellos, los sujetos que nos consultan porque ellos a veces han sido apresados por esa ausencia de preposiciones, de embragues que les llevan precisamente a “creerse” síntomas que no existen, o al menos que ellos han construido sin saberlo utilizando su libre albedrío y al que casi siempre ignoran, como si el síntoma fuera algo “que alguien puso ahí” o algo que simplemente les sucede sin que lleguen a intuir que el síntoma siempre es una construcción subjetiva e individual como un sueño.



1 comentario:

Ana di Zacco dijo...

Ya lo dicen, que la fe (creer-en) mueve montañas...
¿Continente-contenido = yin-yang = forma-fondo?
Hum...

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