sábado, 19 de enero de 2008

La Yoidad

A pesar de que todo Yo y toda identidad son metafísicamente y materialmente ilusorios, todo ser humano se afana durante prácticamente toda su niñez en alcanzar una identidad propia, desgajada del común, apoyándose en las figuras de identificación que le sean de referencia, tarea que no completará definitivamente hasta bien entrada la adolescencia.

Es asi hasta tal punto que para el psicoanalista E. H. Erickson la identidad es la condición del sentirse vivo.

La paradoja de esta actividad, en esta formulación, consiste en haber anunciado desde el principio que toda identidad y todo Yo son ilusorios y al mismo tiempo haber reconocido también, que en esta tarea se consumen enormes cantidades de energías, dedicación y tiempo, el mismo Erickson habla de las patologías que aparecen en el caso de que un adolescente no haya adqurido una identidad desgajada del común, en este sentido la difusión de la identidad seria el constructo contrario y antisaludable de haber conseguido creer-se alguien, aunque esa creencia no sea más que –en otro punto de vista- una falacia.. Esta contradicción, sin embargo, no debe extrañarnos. El hombre, arquitecto poyético con una capacidad infinita de generación de símbolos, es capaz de sacrificarse por ideas, morir por creencias, pasarse la vida luchando en pos de ideales y en un nivel más patético también pelearse por una palabra de más. No es, pues, extraño que dedique una enorme energía a la tarea de agenciarse una identidad especifica para sí mismo, a partir o en contra de las expectativas de los demás, pero en cualquier caso a partir de esa referencia que le sirve de mirada, de rastro consensuado y que generalmente atribuimos a la familia, a la parentela o a los más próximos.

La identidad o el Yo, son en realidad abstracciones, ideas, constructos que no podemos ver, ni tocar, oler y ni siquiera sentir, a pesar de ser algo inmaterial que no existe tangible o fácticamente, se trata de constructos de certeza, todos creemos tener un Yo, y todos les atribuimos a los demás una misma existencia (teoria de la mente), no existe una idea tan intuitiva como el “saber” que yo existo y que al mismo tiempo usted existe y tiene un Yo parecido al mío dotado a su vez de otra subjetividad. Sin embargo esta creencia es tan metafísica como la consciencia universal o la creencia en Dios, la mayor parte de personas que conozco darían una respuesta bastante aproximada a lo que los neurocientíficos entendemos como Yo, existe pues, un consenso intuitivo sobre su función:

  • El Yo es mi cuerpo.
  • El Yo es mi personalidad, mi carácter, mi subjetividad, lo que me hace diferente a los otros.
  • El Yo es mi historia, mi vivencia de continuidad.

Aunque en nivel mucho más práctico el Yo equivale al cuerpo, sobre todo al cuerpo que exhibimos a los demás, cara y - por decirlo médicamente- las partes descubiertas.

La razón más comprensible de esta manía identificatoria es que de nuestro Yo cuelgan una serie de conceptos que son fenoménicos y aunque no tienen nada que ver con la esencia de ese Yo, tienen mucho que ver con su existencia, con "nuestra forma de estar en el mundo" y sobre todo de "ser reconocidos en él", aspectos que tienden a ser asimilados por el discurso vulgar como si fueran órganos u objetos, me estoy refiriendo a la autoimagen, es decir a la vivencia interna de cómo somos fisicamente. El Yo en este sentido sería como un quinto sentido que reside en alguna parte del cerebro en forma de representación. Una seña de identidad como el color de los ojos o la forma de la nariz.

Para algunas personas esta identidad se halla fundida con su apariencia, es decir con lo que los demás piensan de ellos. Aunque toda identidad precisa de una legitimación social, creo que este es el ingrediente más vulnerable de entre los cementos que amasan la identidad. Depender de los constructos interpersonales ajenos es una mala estrategia de crecimiento del Yo. En el otro extremo del polo, la absoluta independencia de la identidad con respecto a la apariencia, estado que conocemos como narcisismo, es también una mala estrategia de sustentación de una sólida diferenciación.

Dicho de otra forma: la dependencia o apego a la imagen que recibimos de otro se encuentra en tensión permanente con la imagen que tenemos de nosotros mismos y a la vez esa autoimagen es probablemente heredera de la imagen que otros se hicieron de nuestro cuerpo. El apego y la autonomia con respecto a la imagen vivida del cuerpo están en conflicto permanente, en relación dialéctica.

Cualquier experiencia relacionada con la identidad está sustentada en un cluster de reconocimientos, validaciones y legitimaciones, así como también de exclusiones, criticas y retrocesos en la autodefinición. Pero no se trata sólo de una validación social sino sobre todo de una experiencia creativa individual para intentar individualizarse del común. La experiencia es necesaria para su etiquetado posterior, sin experiencia vivida no hay pues nombre, ni categoría. Pero sin categoría sería naturalmente imposible la experiencia, al menos de forma transmisible o recordable. Lo malo de este constructo es que una vez construida y legitimada la etiqueta, esta se comporta como un cuerpo extraño que opera como un atractor de cualquier angustia o zozobra. Además, opera como un objeto interno alienante en tanto que el individuo acaba sintiéndola como una fatalidad que aunque colisione con un sentido común intacto y un juicio de la realidad correcto, constituye una realidad interior contradictoria, no ya con las expectativas sociales iniciales, sino incluso con ese sentido común que el propio individuo conserva.

Por eso construimos nuestra identidad a base de tanteos y retiradas, la construimos por aproximación, en un juego constante de roles, un ejercicio de empatía, la mejor de las condiciones de asimilación , también por odio o resentimiento, un argumento que nos acaba convirtiendo en un negativo patético de aquello que tratábamos de combatir.

La verdad es que una vez se ha construido el nombre (la categoría), el símbolo nos posee, se convierte en un cuello de botella para el raciocinio y la persuasión, en el sentido de que ya no responde tan solo a un consenso o a una experiencia subjetiva, sino que -individualmente también- puede servir de vehículo o coartada para cualquier otra pasión, a veces de sentido contrario a las intenciones iniciales. Así el amor se transforma en su opuesto: el crimen, el fervor en envidia, la admiración en rivalidad. La identidad entonces deja de ser un noumeno y se convierte en un fenómeno, ese salto semántico entre lo abstracto y lo concreto es el vinculo invisible que anuda al hombre, a su mente y a su cultura, un enigma sin solución, porque supone un salto cualitativo, que aun sin entender en su naturaleza íntima somos capaces de observar y que algunos pensadores como Foucault atribuyen al sembrado de entidades o categorías, propias de nuestro pensamiento dual.

La capacidad poyética del hombre para construir etiquetas es prácticamente infinita. Con ellas pretendemos señalar las experiencias comunes, consensuales, las expectativas razonables, aquello que acaecerá inevitablemente en el curso de la vida de una persona, pero también la capacidad de inventar nuevas adversidades. La capacidad de etiquetar es benéfica en sí misma, porque estas señalizaciones representan atajos para la comprensión de eventos inexorables y complejos que es necesario aprender a evitar, a predecir desgajándolos del cemento común de lo inesperado pero cuyas consecuencias y denominación forman parte del modelo perceptual común a una determinada cultura, apresando conceptos o valores que a veces resultan universales y otras veces solo son casos particulares para una determinada etnia o cultura particular. En cualquier caso el etiquetado no tiene nada de neutral, porque a veces también sirve para desparramar o diversificar los malestares del hombre, incluso antes de que estos malestares hayan sido explicitados.

Su vehículo de transmisión es el lenguaje, con él etiquetamos los conceptos, con palabras, que compartimos con aquellos que miran la realidad con nuestras mismas gafas lingüisticas. Sin embargo, el lenguaje no es la realidad sino el sistema de signos que la codifica, el lenguaje es el mapa, no el territorio. Pero la realidad tiene -naturalmente- existencia propia, objetiva, más allá de la colección de signos de que disponemos para interpretarla. En cierto modo, es posible decir que la realidad la inventamos con nuestras palabras, sobre todo la realidad interna, aquella que es interpretativa, subjetiva y que siempre es un acto de creación. Una realidad que parcelamos desde el infinito de lo amorfo, desde lo insignificante de nuestra existencia finita.

Otras veces no existen palabras para nombrar las experiencias: es lo inefable, tenemos entonces que conformarnos con comunicarlas a partir de aproximaciones formales con la herramienta del idioma, dejándonos en el tintero muchos matices que trasmitir, por eso existe el arte y sobre todo la poesía, algo que nos lleva a la indistinción, al mestizaje y a la indiferenciación. Así y todo somos incapaces de nombrar determinadas cosas y por eso existe el inconsciente, un almacén donde hay que ir a buscar lo informe, lo inefable, lo indiferenciado.


Quien busque la esencia que vaya al monte (Proverbio sufi)


Uno de esos consensos universales es el Yo, otro la identidad, conceptos que he anudado en un neologismo: la Yoidad. Consiste en la sensación de ser alguien distinto a los demás, en la sensación de ser aparte, de estar desgajado del cemento de lo amorfo, de lo insustancial. Consiste en tener un cuerpo y tener un carácter, una profesión, un nombre, pertenecer a un lugar determinado, tener propiedades que sentimos como prolongaciones de esa identidad, una familia, unos amigos, unos hijos, una bandera. Todas estas realidades prácticas "cuelgan" de nuestro concepto de identidad, de nuestro Yo y muchas veces lo suplantan, y casi siempre le prestan un soporte funcional, cuando las barreras de ese mismo Yo son frágiles o demasiado permeables.

Pero de él también cuelgan otros parásitos no tan benéficos. Cuelgan la ambición y el dolor, el desengaño y la desesperación, el resentimiento y la culpa. Cuelgan, en definitiva, el dolor y el sufrimiento: la otra cara de la moneda de la autosatisfacción y de la autoimportancia, de ese amor extremo que nos profesamos a nosotros mismos y que llamamos narcisismo.

Y sin embargo ¿qué es esa percha, la identidad?. No es un órgano como el hígado, ni una secreción como la orina. No es un hueso como el fémur, ni un órgano sensorial como el oído. No, su existencia no pertenece al mundo físico, aunque la suponemos en nuestro cerebro (mejor en nuestra mente) o una función adherida a ella.

En realidad, la identidad y el Yo, no son sino constructos teóricos que nos sirven para nombrar aspectos de las diversas conciencias que acompañan al crecimiento ontogénico del niño (un recorrido similar al de la humanidad misma), y cuyo nacimiento se atribuye a una secuela del complejo de Edipo, cuando el niño comienza su separación fáctica del Edén que fue la madre, que operó como un objeto omnipotente y transmitió a su hijo esa sensación, (confianza básica) mientras era en realidad un bebé desvalido y carente de lenguaje y de aparato perceptual. Antes de ser yo, el niño no es sino un Ello, un puro objeto de la madre, solo un Otro de la madre. Es decir el Yo es un rastro histórico, dinámico, que deja una estela de su paso, una huella, el Yo es una conciencia en expansión y contracción permanentes.

En este marco de socialización el niño descubre a los otros "yoes" que pueblan su mundo, la madre, el padre, sus hermanos y sus iguales sobre todo. Sobre ellos se apoyará para conformar por imitación e identificación una imagen de sí mismo que le resulte atractiva y también a los demás y que sea - no obstante- diferente, idiosincrática y reconocible. A esta tarea dedicará diez o a quince años de su vida, aunque podemos afirmar que esta tarea tiene como precursora al reconocimiento de caras y que desde esta facultad el niño hace un salto hacia su propia diferenciación abstracta, pagando la correspondiente cuota de rivalidad y de desamor, de abandono y soledad. También de éxito y popularidad. En ocasiones de conflictos con la ley o con la autoridad, si la identidad que se construye a tientas cae en el campo de la marginalidad o el crimen: identidades negativas que representan antivalores y que muchas veces son el intento desesperado de alguien de construirse una identidad aunque resulte letal e inadaptada.

Esta identidad es pues un acto creativo, plástico, que procede de la facultad de reconocer a los demás a través de su cara y que el sujeto en su alienación de no poderse contemplar como objeto, no tiene más remedio que recurrir a la representación. Una representación mental. construida a golpe de imitaciones, reflejos y refracciones se conservará durante toda la vida, admitiendo pocas desviaciones o redefiniciones mientras conservemos la creencia de que es algo material, que existe dentro nuestro como un órgano. Esta creencia, sin embargo, es benéfica y útil durante el tiempo que el adolescente precisa para anudarse a la tierra, construir un yo diferenciado y evolucionar a partir de esta sólida plataforma hacia otros planos perceptuales. Es obvio que una identidad fuerte y un Yo diferenciados son importantes y necesarios para hacerse un hueco en un mundo donde la competencia y la eficacia son valores compartidos por la mayoría y cuyas reglas de juego interpersonal se basan, sobre todo, en la habilidad para llevar a cabo estrategias para "situarse" en el entramado social. El obstáculo del mundo laboral, encontrar una pareja y fundar una familia son imposibles, sin haber llevado a cabo la fundación de un Yo o una identidad sólidos.

Más allá de estas tareas o en determinados ambientes no competitivos o comunidades que se basan en la cooperación y no en la rivalidad, se pueden hacer algunas excepciones, algunas pausas y trascender nuestra propia identidad, impulsando nuestros modelos perceptuales hasta determinados estadios de conciencia que nos permitan visitar otros mundos y adquirir otras experiencias. El Yo y la identidad unitarios son en realidad un invento bastante reciente si lo comparamos con el periodo de tiempo en que el Yo estaba compuesto por aspectos parciales de la conciencia que coexistian en la misma mente. En este sentido la convicción de que nuestro Yo, existe dentro nuestro y es un soporte de nuestra identidad, como algo material, es en realidad una convicción irracional, que se ha demostrado - no obstante- útil, en un modelo de sociedad competitivo, hostil y que requiera del sujeto una cierta sensación de continuidad sobre sus propias responsabilidades y su conducta.

Más allá de eso, es posible pensar en una existencia alternativa, donde el Yo, no supusiera un centro de gravedad sobre el que navegar, sino sobre un modelo de conciencia que contemplara la realidad desde una perspectiva supraindividual. Realidad de conciencia que lejos de constituir una utopía, es posible de alcanzar a partir del testimonio de otras culturas y de otras experiencias individuales.


La vida del espíritu sobreviene de la muerte previa de la mente. Si aniquilas la mente, el original cobra vida. Aniquilar la mente no significa quietismo, sino concentración total. (Lu- Tung- Pin, El secreto de la flor de oro)


Tal y como los yoguis recomiendan, el camino hacia la felicidad impone la disolución del yo, de la identidad o al menos su relativización. Pero para disolver el Yo, hay que tener antes un yo consolidado, de otra manera el riesgo de psicosis no es desdeñable, al menos en nuestra cultura. Claro, que no se trata de perder la identidad y perderse en un estado de marasmo intelectivo, o de renunciar conscientemente como un zombi a lo que se sabe, se ha sabido o se puede aprender. Disolver el yo, no consiste en volver al automatismo mental, no es una robotización de la existencia, se trata de desplazar el centro de gravedad de la propia existencia hacia un rango jerárquico superior, que algunos han denominado el hombre incoloro (Pantajali), una perfecta metáfora de la falta de deseo.

Muchas veces olvidamos, tal y como ha señalado Naranjo, que el deseo o la aversión proceden de la condición deficitaria del ser humano, mientras que el amor, - que es junto con el desapego, el mejor antídoto contra la desesperación del ansia de poseer (o de evitar)-, proceden ambos de la abundancia.

La ruptura intrapsíquica que representa esta idea budista de disolución del yo es darse (caer en la) cuenta, mediante un entrenamiento al servicio de cualquiera, de que el Ser está en toda la humanidad y que habla, en su multiplicidad, por todas las bocas. Es, darse cuenta, que por encima de las diferencias que nos hemos construido para distinguirnos de los demás, hay más coincidencias que divergencias entre los humanos. Incluso más: que la carga genética que separa al hombre de la mosca del vinagre es mínima y en este sentido todos los seres vivos formamos parte de un mismo proyecto, intencional o arbitrario, en el que compartimos unos mismos materiales con distinta organización, donde los opuestos son categorías reversibles y aspectos complementarios de la misma realidad.

En el terreno práctico, disolver el yo, es escuchar las razones de los demás y no adherirse a las convicciones propias, mucho menos a aquellas que no son más que opiniones trasvestidas de verdades universales. No alimentar convicciones, creencias o ideas rígidas, es el objetivo en la resolución de este enigma, pero es también un éxito conseguir relativizar las propias ideas o razones y dejarnos penetrar por los argumentos ajenos.

Disolver el yo, es destruir las etiquetas que nos sirven de referencia para nuestra propia autoimportancia, pero también para los prejuicios ajenos, fascinados a veces por la titularidad pública de esas mismas etiquetas y que nos sirven de realimentación cuando perdemos el Norte. Los yoguis están convencidos de que la falacia omnipresente de la identidad-etiqueta es la responsable de gran parte del dolor y malestar que los occidentales llamamos neurosis.

2 comentarios:

Ana di Zacco dijo...

Quizá por eso justamente uno de los bij-mantras (mantras semilla) del yoga es Yo Soy.
Quelle joie....

Anónimo dijo...

Temores, suspiros, quebrantos
que traen el llanto
Deseos,
esa extraña fuerza que me provoca,

Palabras,
Que se las lleva el viento y son de mi boca
Pensamientos malos que me envenenan
yo quiero librarme de esta condena

Y encender esa luz
que llevamos dentro...

Destellos, conectan lo puro
que llevo dentro

Sonrisas
calor y dulzura pa mis adentros

Miradas, que rozan la punta el entendimiento
pensamientos puros queme liberan
lleno de bondad y buenos sentimientos

Y encender esa luz
que llevamos dentro...


Disolver el yo...liberarse de esa condena. No sé -aunque intuyo algo- cómo se hace.

La letra es es "Camino Interior" de Chambao.

Un saludo mesetario y helado,

Lou

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