jueves, 19 de abril de 2007

Vínculos de cuerda (el beso y el nudo)

Cuando un niño viene al mundo no cae en el vacío, lo hace sobre un tejido sensorial compuesto por una historia, una historia de amor que tejieron su padre y su madre con varias historias sobreañadidas de los personajes centrales en la urdimbre de ese envoltorio: las relaciones tejidas entre su madre y su abuela, de una enorme importancia, y todas las combinaciones posibles entre los personajes del drama componen los mimbres de esa cesta. Es interesante señalar ahora que esa cesta ya fue señalada por Parmenides, con el nombre de “vinculos de cuerda” que al parecer de Parmenides sostenía en su manos la poderosa Ananké (Calasso, 2006). El vinculo para Parmenides es siempre esencial, una necesidad, lo realmente curioso es la etimologia de esta palabra griega: Ananké significa “constricción” y tambien “parentela” lo que señala en la dirección de que una traducción correcta de esta palabra sería algo asi como el “abrazo engañador” o bien “engañadora necesidad”, Ananké sostiene una red, un nudo que nadie sabe desatar y que solo puede sortearse, como hizo Alejandro para deshacer el nudo gordiano tal y como señala Calasso. La intuición de que el apego era un nudo, que era necesario y que muchas veces es un señuelo está pues documentada desde la antigüedad y se opone a las leyes del amor que sostiene Eros a través de los besos, el beso y el nudo son lo que rodea a lo viviente, Ananké y Eros son pues dos deidades sin rostro, sin culto y sin estatuas, una, la Necesidad es demasiado abstracta y Eros demasiado concreto, lo que les condena a una enemistad perpetua. Siendo ambos como son principios primordiales que contrastan con la feliz despreocupación de los dioses olimpicos y que de alguna manera nos recuerda que los tejidos del mimbre de esa cesta que sostiene al recien nacido son a partes iguales tanto el amor como la necesidad.

A ningun niño se le pide permiso para nacer pero es seguro que si esto fuera posible muchos de ellos reponderian, "no gracias". Algunos de ellos lo hacen de una forma indirecta, porque el Yo del niño debe emerger desde alguna instancia indiferenciada relacionada con el Ello, es decir desde lo instintivo o necesario. Es seguro que el Yo emerge después de que algo en el inconsciente se fragmente, se rompa o explosione; nacer en este sentido yoico es una especie de Big-bang mental, una conmoción expansiva de la mente y que no siempre se produce del todo porque el niño puede negarse a desarrollar un Yo –sorteando la necesidad de nacer y de vincularse– o, si ya ha iniciado su despliegue, puede optar por regresar a un estadio anterior, a un colapso o repliegue protector después de haber sufrido un choque o trauma tan aterrador en la realidad que "decida" no nacer como narrativa individual, eso es lo que algunos autores como Bettelheim suponen que les sucede a algunos niños con autismo.

Cuesta llegar a comprender qué cosa puede llegar a provocar en un niño un terror tan elemental que suponga la causa de ese repliegue, pero hoy sabemos que el desarrollo del Yo sigue las guias que proporciona el apego, y que el apego es una defensa contra un terror primordial, sin forma. Dicho de otra manera: si los niños se apegan a sus figuras protectoras no es por amor sino por el miedo secundario a su indefensión y a su ausencia de capacidad de abstracción para comprender las amenazas del medio ambiente o de las que proceden de su medio interno, y al mismo tiempo ese apego en sí mismo (abrazo engañador) puede causar más miedo que el propio terror primordial, y depende de dos cosas: una es el tejido sensorial que le recibe una vez nacido, y otra es la vulnerabilidad de ese niño a sentirse aterrorizado, un argumento que nos permite no hacer especulaciones acerca del tejido sensorial que lo sostiene cuyos deficits –de existir– son a veces indemostrables por sutiles.

Si descontamos a los niños procedentes de orfanatos, víctimas de una guerra o situaciones de catástrofe de similar naturaleza, es imposible imaginar a un niño, al menos en nuestro entorno, que carezca de una madre sustituta motivada para tejer con él ese vínculo necesario, no ya para la salud mental sino para la vida. De manera que la privación de la figura materna es teórica en la mayor parte de los casos, porque siempre habrá alguien que haya ejecutado el reemplazo necesario en caso de ausencia absoluta de la madre, bien por muerte, desaparición o enfermedad grave.

Aún así la mayor parte de evidencias científicas sobre la privación o separación maternas se han realizado en niños procedentes de orfelinatos, y se hicieron durante la segunda guerra mundial y en la postguerra. La razón de este retraso es política: hasta bien entrado en siglo XIX no se consideró delito el maltrato o el abuso de niños; la atención a la infancia comenzó a importar a los poderes públicos y a la sociedad en general bien entrado el siglo XX, y después de las evidencias acumuladas por Anna Freud en sus trabajos en guarderías en Londres durante los bombardeos alemanes; también de Bowlby que en 1969 desarrolló un teoría sobre el vínculo, enfatizando el apego como motor del ese mismo vínculo y analizando su cualidad patológica en niños deprivados, y de René Spitz en sus trabajos sobre niños abandonados en orfelinatos y deprivados de madre, que eran atendidos por enfermeras impersonales y con cuidados puramente formales. Spitz describió dos síndromes: el marasmo y la depresión anaclítica, dos cuadros clínicos cuya causa era directamente la privación en sí misma: el niño enfermaba, moría o se deprimía con una mezcla de aplanamiento afectivo o alelamiento si no le hablaban, si no era cuidado por personal cercano, cariñoso y con un afecto próximo y personal. Descubrió –y luego se ha replicado adecuadamente a través de trabajos con chimpancés (Harlow 1961)– que para el niño es más importante el contacto físico que la comida, las texturas a la alimentación, algo que venia a contradecir las hipótesis de Freud que suponía que las pulsiones orales estaban ligadas sobre todo a la alimentación. Además descubrió que existían ventanas de tiempo durante las que, si se restituía el afecto, el niño volvía a revivir, pero que cuando esa ventana sensorial se cerraba era prácticamente volver a mejorar aunque se restituyera la devoción materna.

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